Dios gloriosos, Te bendigo por conocerte, hubo un tiempo en que vivía en el mundo, pero desconocía a su Creador; participaba de tus providencias, pero no conocía al Proveedor; estaba ciego, mientras que disfrutaba de la luz del sol; no oía las cosas espirituales, aunque estuviera rodeado de voces; entendía muchas cosas, pero no conocía tus caminos; veía el mundo, pero no veía a Jesús únicamente. Bienaventurado el día en que, en la soberanía de tu amor, fijaste tu mirada en mí y me llamaste por medio de la gracia. Fue, entonces, cuando el corazón muerto comenzó a latir, el ojo entenebrecido a resplandecer, el oído sordo a escuchar tu eco, y acudí a ti y te encontré, un Dios dispuesto a escuchar y a salvar. Entonces, vi la enemistad de mi corazón contra ti, agraviando tu Espíritu. Entonces, caí a tus pies y te oí clamar: «El alma que peque, esa morirá,» pero cuando la gracia me hizo conocerte, y admirar a un Dios que aborrecía el pecado, tu terrible justicia hizo que mi voluntad se sometiera. Mis pensamientos se convirtieron en cuchillos que me atravesaban la cabeza. Entonces, viniste a mí con la sedosa túnica del amor, y vi a tu hijo muriendo para que yo viviera, y en esa muerte lo hallé todo para mí. Mi alma canta al recordar esa paz. La corneta del evangelio emitió un sonido desconocido que alcanzó mi corazón, y viví, para no volver a separarme de Cristo o que él se separe de mí. Concédeme alabarte siempre entre lágrimas por la misericordia que hallé, y decir a otros mientras viva que eres un Dios que perdona los pecados, que toma al blasfemo y al impío, y limpia sus manchas más profundas. (de El Valle de la vision: Antología de oraciones y devociones puritanas)
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